«Corto cortando», un relato del Langas

[publicado originalmente el 19-10-2005]

«Corto cortando»

un relato escrito por el colaborador amorfiano de pro LANGAS

Lo primero que mi amigo Dani se cortó fue el dedo meñique de su pie derecho. Usó para ello un cuchillo de cortar jamón, el cual, si bien cumplió su función de forma satisfactoria, más tarde se le reveló inadecuado para tales menesteres y en adelante utilizaría un bisturí siempre que el cuerpo le pidiera una automutilación (o más bien deberíamos decir el alma -o la mente, que no es mi intención predisponer al lector a una confianza forzosa en la existencia de la primera, asunto dejado al albedrío de sus propias creencias espirituales- pues ningún cuerpo en sus cabales solicitaría su propia sangrienta y paulatina extinción, o al menos no con tanto ímpetu y asiduidad como en este caso).

Era un tipo majo, el Dani. Un joven simpático y dicharachero, aficionado a la música, al ajedrez y a cortarse partes de su cuerpo. Educado, amable y amigo de sus amigos. No muy popular entre las mujeres (debido, lógicamente, a su ya mencionada afición al ajedrez), pero con una rica vida interior que solía asomar al exterior al menos dos veces al día; hablo, claro está, de un tiempo anterior a que se cercenara toda posibilidad de placer solitario o compartido, y más anterior aún a la memorable fecha en la que, tras no poco esfuerzo y sangre derramada, lograra librarse de gran parte de su brazo derecho, que, en todo caso, por falta de objeto, ya no era útil para tal fin, y al cual, en aras de conservar dignamente el orden del relato, me referiré más adelante.

Nada más fácil, observará ya a estas tempranas alturas el lector astuto, que el recordar con claridad el orden cronológico de los acontecimientos en esta narración, ya que, en un juicio extremadamente simplista, se reduce a una cuenta atrás, partiendo de un cuerpo entero y sano tal y como lo conocemos, hacia un final que, en el tiempo en que las secuelas de la nueva afición de Dani apenas se apreciaban a simple vista, se presumía incierto. No obstante los que vivían ignorantes de su nuevo modo de vida pronto se enterarían, ya que lo siguiente en caer (o más bien en desprenderse) fue la mano izquierda. Un acto irreflexivo y precipitado, fruto del lógico entusiasmo inicial, que el propio Dani lamentaría más adelante cuando dicha tara le impidiera acceder a otros rincones de su anatomía con más facilidad. En cualquier caso, de todo error el sabio aprende, y a raíz de éste nuestro amigo tomó la determinación de llevar un riguroso orden de amputaciones de cara a una correcta administración de sus recursos. «Porque lo que te cortas, se va para siempre», solía decir. Este desliz, en concreto, no sólo planteaba obstáculos a un hipotético plan de desvanecimiento corporal a largo plazo, sino que convirtió la afición de Dani en algo notorio y visible para sus vecinos, cosa que molestaba sobremanera a sus padres, los cuales, sin embargo, transigieron, confiando en que algún médico o similar encontraría un remedio a la nociva costumbre de su hijo. Apenas se había puesto en marcha la búsqueda de dicho milagroso doctor o hechicero (la cual el astuto lector ya habrá supuesto más enrevesada que una cotidiana excursión dominguera para comprar churros y el Marca), cuando encontraron a Dani sentado, sonriente, sobre un pegajoso charco de sangre en su habitación, jugueteando divertido con lo que parecía ser su oreja (no recuerdo si la derecha o la izquierda, confío que sabréis perdonar mi mala memoria). El caso es que Dani acabó viviendo con su gato en un piso de alquiler, pagado por sus padres ante su firme negativa a ingresar en un hospital psiquiátrico; mejor eso que vivir bajo el mismo techo que un par de intransigentes que no comprendían la belleza de lo que hacía.

No sólo sufrió nuestro héroe el repudio paterno, sino también un severo revés en su vida social; muchos de sus amigos empezaron a rehuirle, su familia al pleno se cambió el apellido y, de haber tenido novia, seguramente le habría abandonado. Por suerte, Dani no tenía novia ni la tendría. A todo esto, tampoco tenía piernas: le llevó meses dejarlas a su gusto, empezó eliminando los molestos pies, y luego fue tratando de dejarlas perfectamente igualadas, a la altura de las rodillas más o menos. Pero cualquiera que haya intentado dejarse las patillas perfectamente simétricas adivinará lo que pasó: para cuando estuvo satisfecho con la absoluta armonía ente sus miembros inferiores, ya casi no había miembros propiamente dichos: apenas se extendían un palmo por debajo de su cintura. Eso sí, había pasado un par de meses de lo más entretenidos.

A todo esto, creo que habrá que instruir al lector más indocto en el modus operandi del amiguete Daniel: por supuesto que estos reajustes corporales no se producían de la noche a la mañana, como el estilo vivaz y dinámico de este humilde narrador podría hacerles suponer. Todo lo contrario, cada pequeño corte traía consigo un período obligatorio de cura para prevenir infecciones, que comprendía, a saber: limpieza, torniquete, extracción de sangre coagulada, reposo, otra vez limpieza, y vuelta a empezar. Un cuerpo que se desmiembra es como una planta que crece: exige cuidados, cariño y paciencia. Y a Dani le encantaba pasar las horas muertas autocultivándose.

Volviendo al hilo del relato, la ausencia de sus piernas, pese a llenarle de paz espiritual, le provocó no pocos problemas de movilidad, y acabó por no salir de casa y alimentarse de pizzas a domicilio; era ciertamente un modo de vida sedentario y nada sano, pero siempre se las arregló para mantener la línea: con un poco de trabajo de bisturí, los michelines desaparecían por arte de magia. Luego se los echaba de comer al gato, que sí que acabó poniéndose orondo. Durante un tiempo tuvo una asistenta que le hacía la limpieza casera dos veces a la semana, pero se despidió un día que entró en la habitación de Dani sin llamar y le encontró examinando lo que parecía ser su propia nariz, mientras un torrente de sangre oscura brotaba a borbotones de su cara. Para cuando pudo decir «Maruja, ¿puedes pasarme otro paquete de algodón, que esta hemorragia no se corta?» la señora ya había salido despavorida para no volver, y a punto estuvo Dani de morir desangrado.

Desde entonces la higiene de su casa dejó bastante que desear, y de los cuatro amigos que seguían visitándole ya sólo quedé yo, de modo que aprovechaba mis visitas para ponerle un poco de orden en la casa; qué menos, encima de que él me invitaba a pizza… Solíamos pasar buenos ratos jugando al ajedrez y hablando de cualquier cosa. En la última de estas visitas, al entrar me encontré a Dani postrado en el sofá, ya sin extremidades (creedme, la odisea de cortarse el brazo derecho merecería ser el tema de un relato propio, pero ya os lo contaré otro día), y con el torso reducido a la mínima expresión, casi desprovisto de piel y con los intestinos asomando, colgantes, por la parte inferior. Una visión ante la que un espectador no prevenido se habría aterrorizado, pero yo ya estaba curado de espantos en este asunto; le comenté que no sabía que los intestinos tuvieran ese color a la luz del día, me senté a su vera y comenzamos una charla acerca de, cómo no, miembros amputados, cortes en la carne, sangre, torniquetes, Betadyne, vendas, las mejores marcas de bisturís del mercado. Dani, como cualquier persona con una afición fuertemente arraigada, tenía la molesta, aunque involuntaria, costumbre de dirigir sus conversaciones hacia ese tema, a menudo hastiando al oyente. No era ese mi caso, habiendo sido en todo momento firme defensor de su derecho a remodelar su cuerpo a su voluntad (aunque dicha remodelación siempre fuera a la baja), de modo que escuché con sincero interés su relato de cómo ciertas partes de la cabeza, incluso el cráneo, podían retirarse sin prejuicios graves para la supervivencia. Me explicó que se podía cortar en vivo un alto porcentaje de masa encefálica sin ni siquiera precisar anestesia (a la cual él, en todo caso, nunca había recurrido). Fascinado, me ofrecí voluntario para cortarle allí donde él me indicara, pero él lo rechazó amablemente: «Cualquiera puede cortar a otro; la belleza reside en hacerlo uno mismo». Me disculpé por mi atrevimiento y por dudar de su propia capacidad de corte y despiece (la cual a estas alturas no debería plantear ninguna duda); él le quitó importancia y pasamos un rato agradable hablando de los chismes del barrio, de mi nuevo trabajo como lanzador de pollos con cañón para una importante empresa aeronáutica, y de las novedades musicales, que Dani y yo coincidíamos en catalogar como basura sin talento, los 60, eso sí era música (como muchos contemporáneos nuestros, tendíamos a olvidar el hecho de que no habíamos nacido en los 60, y por tanto no había llegado a nuestros oídos la apabullante montaña de morralla musical que se creó y se olvidó en aquella misma década, igual que nuestros descendientes alabarían la música de los 90 en su feliz ignorancia de la existencia de Laura Pausini). Jugamos una partidita de ajedrez, y, cosa rara, le gané. Creo que tenía la cabeza en otra cosa. Me despedí de él con un abrazo, que Dani intentó sin éxito corresponder con sus muñones; ya estaba en el umbral de la puerta cuando me preguntó:

– Oye, antes de irte…
– ¿Si?
– ¿Podrías hacerme un favor?
– Claro, hombre.
– Es sobre lo que te contaba antes del cráneo, y la masa encefálica, y eso…
– Sí, hombre, pídeme lo que quieras.
– Bueno… ¿te importaría esterilizar un bisturí y ponérmelo en la boca?

Claro que sí, Dani. Siempre recodaré su carita de felicidad cuando le coloqué el afilado instrumento quirúrgico entre los dientes; se le veía más contento… Me despedí de él con la mano desde la puerta, gesto que él no correspondió, se le habría podido caer el bisturí. Esa fue la última vez que le vi, intentando rebanarse trozos de cabeza con rápidos movimientos de mandíbula, y aún hoy, tantos años después, le recuerdo con cariño y un poco de envidia: ojalá todos tuviéramos las agallas de vivir y morir haciendo lo que más nos gusta.

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